Sigilosos, crueles, tan feroces como el peor de los personajes que haya inventado alguna vez una pluma literaria. Los criminales “reales” argentinos dejaron su huella en la memoria, sin temor a las consecuencias.
El primer asesino múltiple de la historia nacional se crió en un conventillo de Buenos Aires. Hijo de inmigrantes calabreses, raquítico y bajo de estatura, cuando la Argentina festejaba su primer centenario Cayetano Santos Godino tenía 15 años y se dedicaba a matar niños en su temprana infancia.
Cuando cumplió nueve años, su padre, un farolero alcohólico con sífilis, pidió en la comisaría que se lo llevaran. Apedreaba vidrios, golpeaba a los chicos del barrio, arrancaba los ojos a los gorriones. Lo echaron de seis escuelas, nadie pudo enseñarle a leer. Antes de que la policía resolviera el caso, en el barrio porteño de Boedo no había infante al que le permitieran jugar en la calle.
Lo condenaron por matar a cuatro niños, intentar asesinar a otros siete y cometer siete incendios. Fue recluido en la cárcel de Ushuaia y lo visitaron psiquiatras de renombre para estudiarlo. Consideraban que era un “idiota” y que el origen de su maldad estaba en sus orejas. El gobierno envió cirujanos para operarlo, pero murió antes de una hemorragia interna. La versión oficial dice que la causa fue una gastritis crónica, pero otros dicen que los presos no le perdonaron el crimen del gatito del penal.
Sus padres querían que fuera ingeniero. Tocaba el piano, conversaba en inglés, alemán y acompañaba a su madre a la iglesia en Olivos.Quienes lo conocieron, aseguran que no había mucho que decir de Carlos Robledo Puch, quien a los 20 años se convirtió en el serial killer de la Argentina.
El primer asesinato lo perpetró contra el encargado de un negocio de repuestos. Entró de noche y lo baleó dormido; al cabo de un año había matado a once personas. Por aquellos días, en 1972, el diario Crónica le dedicaba cinco o seis páginas a diario. Lo llamaron El chacal, El ángel negro, Cara de niño.
Robledo es el presidiario más antiguo del sistema penitenciario bonaerense. A 40 años de su reclusión, estaría en condiciones de salir si las pruebas psicológicas le fueran favorables. Sin embargo, como dice su biógrafo Rodolfo Palacios, va a ser difícil que algún juez se anime a firmar su libertad.
El día que lo condenaron les dijo a los jueces: “Cuando salga los voy a matar a todos”. La frase todavía resuena en los pasillos de Tribunales.
Si para la sociedad argentina fue difícil imaginar a un criminal como el adolescente rubio y trilingüe que fue Robledo Puch, mucho más complejo fue representarse como a alguien capaz de matar a una señora que horneaba galletitas.
María de las Mercedes Bernardina Bolla Aponte de Murano, más conocida como Yiya, pasó a la historia como la envenenadora de Montserrat. Era familiar de militares y se dedicaba a la “bicicleta financiera”. Convenció a varias amigas de entrar en su negocio. Les firmaba pagarés a cambio de sus ahorros, con la promesa de duplicar sumas a corto plazo. Entre febrero y marzo de 1979 fallecieron tres de sus amigas. Las dos primeras, de paro cardíaco no traumático.
A raíz de la muerte de la tercera, Cáren de Venturini, hubo altercados en el velatorio y algunos familiares acusaron a Murano de estafadora. Se realizó una autopsia y encontraron cianuro en las vísceras. La policía ató cabos y ese mismo año condenó a Murano a prisión preventiva y posteriormente a cadena perpetua.
Mediante una reducción de la pena, logró quedar en libertad en 1982. Como agradecimiento, le envió al juez de Sentencia, Angel Mercado, una bandeja de masitas.
El clan Puccio parecía, pero no era una familia cualquiera. Vivían en el paquete partido bonaerense de San Isidro, tenían una casa de piezas náuticas y un bar. Arquímedes, el padre, era contador y llegó a ser vicecónsul. Su hijo Alejandro era el popular wing del Club Atlético San Isidrio (CASI), e incluso formó parte de los Pumas.
Cuando a Arquímedes comenzó a irle mal en los negocios, pensó en utilizar la red de contactos del mundillo del rugby como puerta de salida de la crisis, secuestrando a jugadores y familiares.
En 1982, Arquímedes lideró una banda de secuestradores compuesta por sus hijos Daniel y Alejandro y tres hombres más, entre ellos un militar y un albañil. Las primeras dos víctimas fueron amigos de Alejandro. De a uno los llevó al sótano de su mansión valiéndose de su falsa amistad. Las familias pagaron los rescates en vano, pues las víctimas conocían a sus captores.
Dos años después, intentaron otro golpe, a un conocido que se resistió, y lo balearon. En 1985, tuvieron en cautiverio a su última víctima. La Policía encontró a Daniel con los números telefónicos de la secuestrada en el bolsillo. La rescataron del sótano de los Puccio, donde hacía 32 días agonizaba con una cadena al tobillo.
Terminaba la primera quincena de febrero de 1988, cuando el cuerpo muerto y casi desnudo de la modelo Alicia Muñiz apareció caído en el suelo, entre vidrios hechos añicos en uno de los barrios más caros de Mar del Plata.
La ex pareja de Muñiz, el boxeador Carlos Monzón, gritaba que Alicia se había matado. Que se había caído por el balcón. Pese a que estaban separados, esa noche habían estado juntos. Les sonreía la belleza, la fama y el dinero. Esa madrugada, con el amigo de Carlos Adrián Facha Martel, habían ganado mil australes en la ruleta.
Monzón estaba alcoholizado y el hijo de ambos, de seis años, dormía en el departamento cuando sucedieron los hechos que llevaron a su padre 11 años a prisión. Los peritos aseguraron que Alicia había sido estrangulada.
Ni el propio Ricardo Barreda entiende qué sucede en este país donde la violencia de género es un asunto grave. En la calle le tocan bocinazos y le gritan “ídolo”. Un equipo de fútbol de alumnos de Odontología de la Universidad de La Plata se llamó así mismo “Defensores de Barreda” y Attaque 77 hasta le compuso una canción.
En la casa del dentista hacía años que el matrimonio Barreda vivía en guerra fría. El céntrico caserón platense era testigo de la mala relación que el hombre sostenía con su mujer y su suegra.
Un mediodía de domingo de 1992, Barreda le comentó a su esposa que cortaría las ramas de la parra. La señora le habría respondido que adelante, que esas tareas de “conchita” eran las que mejor le salían. Barreda fue a buscar el casco para protegerse de una eventual caída. Buscándolo, se cruzó con la escopeta. La tomó y disparó a su suegra, a su esposa, a sus dos hijas. Adriana tenía 24 años y Cecilia, 26. A las cuatro les llegó el final.
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